Viaje a una escuela anónima de atletismo de 98 niños, donde sus dos entrenadores, Daniel Martínez Romera y Luis Miguel Canfranc, lo tienen claro: “Los niños que corren sacan mejores notas”.
Pudo ser el destino. Aquel día en el que él, Luis Miguel Canfranc, dijo que ya no podía más. “Trabajaba de madrugada y las dos últimas horas eran las peores. El estrés era terrible. Llegaba irritado a casa y dormía dos o tres horas, no más. Me despertaba dando vueltas a la cabeza”. Y como no era vida decidió empezar a correr nada más salir del trabajo a las 6,45 de la mañana. “Entonces descubrí que podía volver relajado a casa. Me pegaba una ducha. Me tomaba un vaso de leche con miel y dormía sin problema desde las diez de la mañana hasta las cinco de la tarde”. Y su hija mayor, que le vio empezar a correr, dijo que ella también quería hacerlo. Y por esas cosas del destino Canfranc hizo todos los cursos de entrenador posibles. Y de un dato biográfico como ése hoy, a los 57 años, construimos esta conversación. Una escuela que empezó de manera altruista; que hoy, por culpa del boca a boca, tiene 98 niños y que Canfranc comparte con un hombre que tampoco pidió permiso al destino: Daniel Martínez Romera. “Mi hija pequeña venía a acompañar a hacer atletismo a la mayor que es cinco años mayor”.
Hoy, esa pequeña, que ya es una adolescente, es una apasionada de la pista. Pero, sobre todo, del salto de longitud y de altura que no sólo la ha llevado a campeonatos de España. También le ha ayudado a conocerse a sí misma y ha provocado que su padre se sacase el título de entrenador nacional y sea la otra parte. La otra voz de esta escuela, ubicada en un barrio de Madrid, donde se sabe que el atletismo es algo más importante que una ciencia exacta: es una pasión capaz de provocar caras de felicidad. “Sin ir más lejos, yo soy feliz aquí”, detalla Daniel, que podría ser cualquiera de nosotros. Un hombre que se aficionó al atletismo, que hizo 15 maratones en los que derribó las tres horas con paciencia y que hoy, a los 50 años, no le importa “renunciar a entrenar él para entrenar a los chavales”. Y entonces le vigila la pasión, como si fuese una orden: “Aquí no se gana dinero. En ese sentido la compensación es mínima. Pero el hecho de ver a niños que creen en lo que les propones, que te hacen caso o que te preguntan, ‘¿por qué esto se hace así?’ Para mí, eso no tiene precio: tú tienes paciencia para entender su cansancio y ellos tienen el valor para entender el camino que les propones. Y si luego hay que ir al McDonald’s a celebrar una competición se va… Son niños… Nosotros también fuimos niños”.
Canfranc también disfruta esta vida. “Los niños saben que van a acabar cansados, pero por eso mismo yo digo que esto no sólo es correr. También son valores para un chaval que, desde los 7 u 8 años, va a entender que ese cansancio le merece la pena. Es más, va a encontrar la lectura positiva a ese cansancio y no va a sospechar de él. Al contrario, a la semana siguiente, él mismo le recordará a su padre: ‘papa, tenemos que ir a atletismo'”. Daniel lo explica entonces de otra manera. “Aquí no se juega con obligaciones. Aquí ni siquiera hay obligación de aprobar una asignatura. Por eso lo último que quiero es que un niño me confunda a mí con un profesor, ‘no, yo no soy tu profesor’, les digo, porque veo esto como una vía para mejorar personas, no para crear atletas. De hecho, los niños que corren sacan muy buenas notas en el colegio. Al menos, es lo que me traslada a mí la experiencia, porque yo siempre les pregunto qué tal las notas, qué tal los exámenes o qué tal el curso… Nuestro deber es crear cercanía, no crear obligaciones. Las obligaciones están en otros lugares”.
“¿Qué sentido tiene recitar las marcas de un niño a estas edades a los ocho, a los nueve, a los diez o a los doce años?”
En realidad, en una conversación así, el periodista casi hasta sobra. El único deber es tomar nota, incentivar, si acaso, este diálogo en el que Canfranc intenta ser un hombre didáctico. “No conozco otro libro de ruta”. De ahí que tal vez los niños puedan disfrutar al escucharle. “Yo siempre les digo que si corres, si saltas o si lanzas te puedes dedicar a cualquier deporte y eso es lo que hacemos aquí. El objetivo, por encima de competir, es que los niños aprenden a conocer todos los elementos de su cuerpo”. Por eso Daniel vuelve a insistir en que “aquí se trata de mejorar personas, ofrecerles un recurso más para el resto de su vida. Quizá sea el principal estímulo de enseñar porque lo que pasa corriendo es un reflejo del resto de la vida en el que a uno siempre se le va a pedir que de lo mejor de sí”. De ahí que en esta conversación se pueda prescindir de la dictadura del cronómetro. “¿Qué sentido tiene recitar las marcas de un niño a estas edades a los ocho, a los nueve, a los diez o a los doce años?”, se pregunta Canfranc en voz alta. “Pero con esto tampoco quiero engañar a nadie. Nosotros venimos con el cronómetro, porque es un instrumento de medida. Los propios niños desean saber lo que han hecho. Te lo preguntan. Sobre todo, para medirse a sí mismos. Pero eso no significa que nosotros nos hipotequemos a las marcas. Es más, yo las borro hasta de la memoria”.
“Hay que saber situar los números en su justa medida”, matiza Daniel. “Aquí hay padres que te vienen y te dicen, ‘es que mi hijo es el mejor de su clase’, pero entonces estás tú para recordar que ‘aquí va a competir con lo mejor de cada clase’, y eso es más difícil de escuchar, porque a nadie le gusta que le quiten la razón. Pero nuestro valor es ése. Nuestro valor es que si mañana va a una competición y ese niño queda el último no se frustre ni él ni el padre, porque es una cosa que puede pasar y que, de cara a mañana, le ayudará a superarte”. Y entonces Canfranc vuelve a recordar que “la vida es así” y hasta puede regresar a la pista de aquel campeonato de Madrid, “en el que un niño se me plantó y, de repente, me dice ‘yo aquí no compito'”. Fue como una situación límite en la que el entrenador negoció la psicología. “Tuve que hablar con él. Tuve que hablar con el padre y conseguimos que ese niño saliese a la pista e hiciese una buena carrera. Pero, ¡ojo!, la carrera fue lo de menos ese día. El valor de ese día es que el niño comprobó por sí mismo que los nervios tienen solución. Yo no se lo tuve que demostrar. Se lo demostró él a sí mismo”.
“En un rodaje el propio niño se aburre. Se aburre él y te aburres tú. ¿Qué sentido tiene?”
A partir de ahí, está el día a día, los silencios del invierno que viene en el que Daniel no se cansa de repetir: “Correr con estilo es como jugar bien”. De ahí que las clases no vulneren el intento de explicar que “todo lo que se hace tiene un por qué sí”, insiste Canfranc. “Por eso aquí apenas trabajamos el fondo, algo que para nosotros sería lo más fácil. Nos sentaríamos, pondríamos el crono y, nada, ‘a correr un cuarto de hora’ y esperar a que terminen. Pero eso ahora no interesa, porque el fondo se gana en cualquier momento. La prueba soy yo. Comencé a correr a los 37 años y llegué a hacer el maratón en 2 horas, 40 minutos, a 3’48″/km. Sin embargo, la velocidad o se trabaja de niño o ya no hay manera”. Educado en esa idea, Daniel también va más allá. “Pero es que en un rodaje el propio niño se aburre. Se aburre él y te aburres tú. ¿Qué sentido tiene? Es más, como realmente se corrige la técnica de carrera es haciendo velocidad: la posición de los brazos, la longitud de la zancada… Ahí es donde se pueden eliminar los vicios. No ya porque te vaya a dar más resultado, sino porque si nosotros tenemos un deber es el de enseñar a los niños a correr con naturalidad, a distribuir la tensión entre todos los puntos de su cuerpo, a pesar que ese niño va a llegar hasta los 55, a los 60 años corriendo”.
El resultado final es que estar aquí es importante. “Los niños, que vienen, lo ven como un premio”. Y si esos niños, que no han probado nunca a correr, leen esto probablemente ya sea perfecto. Y si lo leen a la vez, padres e hijos, hoy ya no le podemos pedir más a la vida. “Máxime porque la última palabra no la dices tú, la va a decir el niño”, insiste Daniel recortando distancias con el miedo que, en este escenario, tiene un papel muy secundario. “Siempre pongo de ejemplo a aquellos chavales a los que les asustaba tanto ir a competir que no querían ir de ninguna manera y, nada más terminar la competición, resulta que les ves decir a su padre: ‘papa, apúntame a la siguiente'” . Pero quizá no sea para ganar, sino para vivir esas emociones que Luis Miguel Canfranc, ese hombre que no había corrido nunca hasta los 37 años, descubrió en su primer maratón. “De repente, cuando ya iba en los kilómetros finales, escucho, ‘vamos, Luis’ y me quedo loco, porque me digo a mí mismo, ‘si aquí no me conoce nadie’. El caso es que giro la cabeza y veo que era mi mujer con mis dos niñas, la pequeña todavía en el carrito, que se habían acercado a ver a su padre terminar eso que se llamaba maratón y duraba 42 kilómetros”
Así que, si hay alguna duda, hagan como hicieron ellos. No pidan permiso al destino. No siempre es necesario. El futuro empieza hoy. “¿Por qué vamos a renunciar a esa posibilidad si tenemos la oportunidad de descubrirlo?”, pregunta Daniel Martínez Romera. Y no se sabe si en su caso es una pregunta neutral. Pero sí se sabe que tiene derecho. En realidad, todas las preguntas tienen derecho: la importancia está en saber contestarlas, padres e hijos.